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La libertad se llamaba Eduardo Mendoza | Cultura

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Hay que ser rematadamente ingenuo para pensar que el título de este artículo escrito con una absoluta sonrisa de felicidad iba a tener algo de original. Porque es evidente que Eduardo Mendoza, el novelista laureado este miércoles con el Premio Princesa de Asturias de las Letras, es todo un caso —el escritor español más inglés que conozco, por la mezcla perfecta de escepticismo y humor—, pero no habría nada más tópico que titular esta pieza “la verdad sobre el caso Mendoza”. Vaya, sería ridículo. Porque, en realidad, hace 49 añitos ya se nos avanzó a todos Juan García Hortelano cuando EL PAÍS tenía tan solo dos días de vida y publicó la primera crítica literaria en el periódico: fue sobre La verdad sobre el caso Savolta después de la concesión del Premio Nacional. Más informaciónMendoza había terminado el primer manuscrito en 1973 y debe hacerse constar que uno de sus primeros lectores demostraría ser un auténtico cráneo privilegiado al analizarla. “Novelón estúpido y confuso, sin pies ni cabeza”, sentenció el censor que leyó la novela cuándo aún se titulaba Soldados de Cataluña. No entendió nada porque probablemente estaba desconectado de la sociedad culta que, a las puertas de la democracia y a partir del Sant Jordi de 1975, leyó fascinada la primera novela de aquel barcelonés hijo de funcionario, licenciado en Derecho y que a los treinta y pocos se había largado a Nueva York porque quería respirar libertad, mientras trabajaba como traductor para la ONU. Cuando volvió y descubrió en su cuenta un millón de pesetas por los derechos de autor, su vida le cambió por el bien de decenas de miles de lectores. El éxito de Mendoza, desde entonces y hasta hoy, tiene que ver con esa sabiduría british, pero aplicada a la realidad española para explicarla críticamente y salir así de la operación de leer con una sonrisa en la conciencia después de haber pasado unas horas de felicidad, sentado junto a un lúcido gamberro tan culto como encorbatado, que ha tenido siempre la elegancia de disimular su talento. No se necesitan grandes teorías para entender su caso. La gran virtud de este escritor que pasea por Barcelona como lo haría por Londres ha sido la astucia como narrador para actualizar géneros que padecían el descrédito de los cultos y extraer todo el provecho posible a la novela policíaca (empecemos por El misterio de la cripta embrujada) o a la novela por entregas (¡viva Sin noticias de Gurb!) para hacer convivir con brillante naturalidad lo popular con la mejor literatura. Para explicar ese proceso los académicos usaron la etiqueta de posmodernidad, pero en realidad y para que nos entendamos se trataba de la actualización de aquella eterna lección cervantina —el premio Cervantes tocó en 2016— que hace imposible de desligar la mejor literatura de un talante humanísimo. De la Barcelona que construía su modernidad en La ciudad de los prodigios hasta la crítica a la Barcelona Olímpica de Mauricio o las elecciones primarias, su obra ha sido la demostración constante del valor de la libertad, y la felicidad, que puede descubrirse en la novela.


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